Nippon
Lo difícil es empezar, hacerse a la idea. Luego la idea empieza a hacerse sola, se convierte en objetos: una guía de turistas en el sofá, una maleta sobre la cama, un taxi deteniéndose frente a tu edificio; parpadeas y la idea se ha vuelto un avión, la idea te ha convertido en pasajero.
Sobre el océano pacífico, éste avión va rumbo al país del sol naciente llevando el atardecer cosido a las alas como si fuera un inmenso gabán con el que va cubriendo lentamente el océano pacífico. Volando suspendidos en el ocaso casi diez horas: ésta ave de hechizo subió al atardecer en el cielo de Vancouver y salió a la noche en el cielo de Osaka.
Descenso vertiginoso hacia el mar, el aeropuerto es sólo una angosta isla artificial. Aterrizamos. A partir de éste momento la realidad no es la realidad. A partir de éste momento: Japón (Nippon)
Casa Kinugawa
Masayo nació y creció en Japón, pero desde hace diez años que vive en Vancouver. Estaba en Japón sólo por tres meses, por su trabajo. No sé por que en un principio no pensé en visitarla. Pero al final, cuando ella estaba por regresar, me apresuré a hacer arreglos de último momento. Y ahí estaba ella esperándome en el aeropuerto, festiva, impaciente por enseñarme la ciudad.
Kioto fue la capital imperial por casi mil años, una ciudad exquisita a hora y media de Osaka, ahí está la casa de los papás de Masayo. La casa Kinugawa es el arquetipo de Japón por varias razones:
Primero: El acceso. Laberinto de calles haciéndose cada vez más estrecho e intrincado. Hecho a prueba de ejércitos invasores: las calles dan vuelta a diestra y siniestra con singular entusiasmo y son increíblemente estrechas, una impredecible maraña. Además las casas no tiene banqueta. Entre el tráfico y la pared, ventana o jardín, la única barrera protectora es la habilidad del conductor.
Segundo: Tradición y alta tecnología. La casa es de madera, con labrados decorativos, paneles deslizantes de papel, mesas chaparritas, futones, bambú; mi cuarto parecía sacado de una escena de Madam Butterfly. Sin embargo hay alta tecnología por todas partes. Por ejemplo el baño: ¿Se batalla con la llave del agua fría y caliente? no, con un botón seleccionas la temperatura en grados centígrados. Luego de la ducha, te sumerges en el imprescindible baño de tina al final del día. Si el agua se está enfriando extiendes el brazo perezosamente y presionas un botón que lleva el agua a la temperatura pre-seleccionada. Por cierto, a un ladito de ése botón hay un botón de pánico por si te estás ahogando y hace sonar una alarma por toda la casa. Descubrí esto empíricamente. También está el excusado: nunca está frío cuando te sientas, también tiene tres o cuatro funciones extras... sólo diré que me demoró dos días descubrir el porqué del control remoto para el excusado.
Tercero: La hospitalidad. Japón tiene fama de ser un país cerrado, que rechaza a los extranjeros; pero sólo es a los que muestran intenciones de quedarse a vivir. Mientras seas un visitante, te tratan como emperador. Fui recibido con regalos, inmediatamente guiado a tomar el architípico baño de agua caliente (flotando naranja-limas recién cortadas), una pijama me esperaba a la salida del baño. Y era sólo el comienzo. Nunca se me había tratado así. Más de alguna vez la extrema amabilidad me hizo sentir abrumado, casi incómodo. Luego aprendí que así es en Japón con todos los visitantes. Y en la casa Kinugawa alojan extranjeros por docenas (sus tres hijas siempre la ofrecen a todos sus amigos que visitan allá).
Sin palabras
El típico desayuno japonés es casi igual que el mexicano. Sólo que arroz en lugar de frijoles; salmón ahumado y cierto pescado crudo en lugar de huevos revueltos; pepinillos multicolores en lugar de chile; hojas de alga seca (de las que se usan para envolver sushi) en lugar de tortillas.
El primer día, luego de desayunar Masayo se fue a trabajar y yo me quedé sin palabras. Las mil y un palabras de mi español e inglés se volvieron vocablos ininteligibles... esta vez de a de veras. La señora Honda (apellido de soltera de la mamá de Masayo) me dio un aventón a un parque cercano, yo le ‘dije’ que regresaría caminando solo. Mi hilo de Ariadna era mi libreta de notas, con un bosquejo de cada vuelta que habíamos dado desde que salimos de la casa.
Bienvenido al parque lleno de cerezos, con un pequeño lago cruzado por puentes de madera, pequeñas casas de té suspendidas sobre el agua, lámparas de papel con caligrafía decorativa, los edificios de madera con tejas labradas, o techo de paja... y la insistente sutileza de los detalles: una pileta de piedra al lado del camino, el bambú, las celosías de madera. Una larga escalera de piedra me condujo a un templo Shintoísta. Eventualmente descubriría que casi todos los templos, tanto budistas como shintoístas tienen los mismos elementos:
Un amplio atrio-jardín.
Una pileta de agua corriente con unos largos cucharones. Para purificarte. En éste caso el agua salía de la boca de un dragón, con el cucharón derramas agua alternadamente en una mano y luego la otra.
Una urna que es un gran cofre atravesado horizontalmente de bastones de madera, de modo que las monedas que los devotos arrojan caen haciendo un ruido como el palo de lluvia.
Entonces, aplaudes un par de veces, frotando ligeramente las manos y haciendo una reverencia. Luego haces sonar un cascabel o campana jalando una cuerda que en todos los casos es más gruesa que un puño.
Todo ocurre en el umbral del templo, no se entra, y el interior está saturado de decoraciones, pero el sitio central es obscuro. Salvo raros casos, el altar en sí, o la figura principal del templo es apenas vagas siluetas.
Ése día me tocó ver a un japonesito como de mi edad entrar al templo guiado por un sacerdote shitoísta de colorida vestidura, más que una ceremonia diría que le estaban haciendo una limpia. Vagabundeando por pequeños altares secundarios me llamó la atención una de las ofrendas: Una botella de cristal completamente llena de multicolores figuras de origami del tamaño de una uña. Me hizo recordar aquella obscura capilla de Uruapan donde las ropas de los santos están repletas de ‘milagros’, bracitos, piernecitas de metal agradeciendo la tan ansiada cura.
Desandando lo andado, en la casa me esperaban los señores Kinugawa y una vecina que supuestamente hablaba inglés. Pero no. Seguimos en las mismas. Con el agravante de que el papá, en el más puro desplante japonés, estuvo tomando video toooodo el tiempo. “Para que se lo mandes a tus papás” me dijo acomedidamente. Comunicándome a señas, acechado por una videocámara y sin saber si Masayo me había presentado como novio o amigo, empezamos el tour de los patrimonios de la humanidad de Kioto.
Musgo zen: Ryoan-ji y Kinkaku-ji
El templo del musgo Ryoan-ji, fue mi introducción a la abstracta estética zen. Al parecer se deriva de los jardines chinos, donde árboles y plantas evocan formas animales. En el zen llevaron la insinuación a otro nivel, desnudando paulatinamente toda lo superfluo, todo lo que restringiría la interpretación a una idea en particular. En Ryoan-ji la figura principal del templo es un jardín del 1450, grava gris diariamente cepillada, con una docena de grandes rocas. La idea o sensación que evocan depende únicamente del observador.
El templo en sí es una serie de cámaras con pisos de madera... y nada más. No bancas, no santos, minimalismo en su máximo... por decirlo así. De la poca decoración: añeja caligrafía decora maravillosamente las paredes, en lugar de altar una raíz laqueada o una serie de Budas al fondo del recinto. De ahí fuimos al templo de oro: Kinkaku-ji.
La señora Honda ha pasado tiempo en Panamá visitando a su hija mayor (casada con diplomático Japonés). Así que sabe media docena de palabras en español, otra media docena en inglés. Yo nunca sabía en cual de los tres idiomas me estaba hablando.
En Kinkaku-ji, el templo de oro en el centro de un lago, la señora Honda, me señaló un extraño Fénix (de oro, por supuesto) en el techo y me dijo “bad”. Levantando una ceja con extrañeza, señalé el pájaro y pregunté: “bad?”. “Bad”, me confirma. Habituándome como estaba a la filosofía oriental, le di mil vueltas a la idea de qué hacía un pájaro maligno en el techo del templo. Según Joseph Campbell, hablando de la mitología japonesa, los feroces guardianes a la entrada de los templos que más bien parecen demonios, no están ahí para negar la entrada a los visitantes... sino para recordar a los visitantes que entrar al templo requiere dejar afuera todos los demonios internos, egoísmo, ira, codicia, etc. También me puse a pensar en las gárgolas que coronan Notre Dame, los demonios de piedra en el Puente de Zapotlanejo y empezé a hilvanar alguna nebulosa teoría sobre el papel de los monstruos como guardianes sagrados.
Luego vino la sorpresa. Tras salir de Kinkaku-ji, nos detuvimos luego en un templo menor, nada impresionante comparado con lo visto el resto del día, pero... Una de las puertas laterales del atrio llevaba a una callejón donde a derecha e izquierda el piso superior de la casa es habitaciones y el piso inferior son puestos de comida. El piso inferior no tiene pared hacia la calle, solo vigas para soportar el piso superior. Así nomás de ir caminando en la calle, te sientas en una banca, té y sonrisas llegan prontamente, luego un dulce de arroz asado a las brasas en unas varitas de paja. Nada más, una pausa, un bocado, un sorbo de té. Y se siente tan bien. Inmediatamente se colocó en la lista de los lugares más hospitalarios que he visitado. Bienaventurados los puestos donde transeúntes se reúnen espontáneamente a comer, ya sea buñuelos en el santuario de Guadalajara, o quesadillas de chorizo verde en la Marquesa, en la carretera rumbo a Toluca.
Por cierto, ésa noche le pregunté a Masayo qué representaba el misterioso pájaro del mal en Kinkaku-ji. Después de traducir, me explicó entre risas que su mama intentó decir “bird”, no “bad”. Lo sospeché desde un principio.
Frijoles fermentados y fideos ambulantes
Masayo no quiere regresar a vivir a Japón. Demasiado estrés, nunca hay tiempo de nada, prensarse como sardinas en lata para subir al tren. Prefiere Vancouver, los espacios abiertos, la vida leve. Pero está contenta de visitar a su familia, también está contenta de que esté yo allí y así poderme enseñar todas las maravillas de su país. Empezando por la comida.
Casi siempre llegaba para cenar Junko y Ton, hermana y cuñado de Masayo, divertidísimos. Sus papás, ella y yo: seis en total. Pero había siempre comida como para doce. Sushi, sopa miso, camarones, calamares y hongos hitaki en tempura (a lo que le tupí con singular entusiasmo), cierto chile en polvo muy sabroso para los caldos, minúsculos pescaditos secos como condimento, pepinillos, hongos y cerveza Ashai en cantidades. Probé algas, arroz, té y tofu en todas las combinaciones posibles. Todo lo que comí estaba delicioso... Excepto por: probé sushi de frijoles fermentados (así va la receta). Luego, en la cena de despedida me dieron: “papas pegajosas”, así como cereal de papa, grumoso, pegajoso, casi vomité enfrente de todo mundo. Pero en fin, todo lo demás delicioso. Incluso ciertos tipos de pescado crudo.
El señor Kinugawa siempre señalaba las verduras y luego se tocaba la nariz (“yo”, en lenguaje manual japonés) para decirme que eran de su jardín. Junto a la casa Kinugawa hay un terreno baldío del tamaño de otra casa. Los del barrio se organizan y cada quien mantiene su pequeña huerta dentro de ése terreno. En general los barrios son núcleos muy fuertes, donde todos conocen. Por cierto, detrás de la casa hay un pequeño lago que estaban secando para hacer un fraccionamiento. Bordeando el lago hay un bosque de bambú.
Una noche, en la sobremesa, escuché una campanilla en la calle “el vendedor de fideos” me dijeron. Imaginándome la versión japonesa de los vendedores ambulantes de plátano frito (en vías de extinción), me acerqué a la ventana y mencioné que me gustaría verlo. En un parpadeo Junko, Ton y Masayo se pusieron chamarras y zapatos y ahí vamos en el coche en búsqueda de los fideos ambulantes. Parándonos en las esquinas, escuchando, dando vueltas en el laberinto. Cómo admiro a los conductores japoneses, se siente en el estomago el inexistente espacio entre los coches en movimiento, pasan tan cerca unos de otros. En Guanajuato a veces las calles son igualmente estrechas, pero las paredes siempre tienen salvajes arañazos, cicatrices del ‘si la libras’. Nunca dimos con el de los fideos.
Filosofía Oriental Avanzada
Antes del desayuno Masayo me llevó a una rápida visita al templo budista donde ella iba de chica. Eran las siete de la mañana, paseamos a nuestro antojo por los pasillos de madera, nos sentamos a admirar el jardín Zen, escuchamos a los monjes en oración. Por cierto, tras del jardín Zen había unas escaleras eléctricas, eso sí con barandal de madera antiquísimo.
Kymyoji, que nunca estará en un mapa de turistas, se convirtió en uno de mis templos favoritos. Había algo que me producía un fuerte deja vu, un par de borrosos episodios de mi niñez relacionados con visitas a iglesias. Un par de recuerdos con sensaciones, olores, luces y conceptos tan fuertes como elusivas, sé que están ahí, que son valiosos, pero me es dificilísimo aprehenderlos. Es tan solo jirones de imágenes, luces diluyéndose, un jardín, bancas, candelabros, una melodía... En fin, Kymyoji me producía la misma impresión.
Justo entonces Masayo me enseñó el edificio donde se quedaban cuando de niños los mandaban de retiro. Le comenté que los jesuitas tienen algo parecido llamado ejercicios espirituales. “Sí, lo mismo, ejercicios espirituales –me interrumpió entusiasta- te sientas a meditar así (flor de loto) y si te mueves viene el monje y te pega en la cabeza”.
Tako-yaqui en Osaka
En fin, me sacó arrastrando de ahí para desayunar y tomar con Junko el tren a Osaka. La red de trenes es eficientísima, todo se conecta con todo.
Por cierto, he mencionado que en Japón todo te habla? El cajero automático tiene una animación de una japonesita que te pregunta qué transacción quieres hacer y hace una reverencia para agradecer. El semáforo, la caseta de cobro también te hablan. Los coche tiene una pantalla en el tablero con el mapa de la ciudad y indican donde estás; si indicaste un destino te dice donde dar vuelta, cuando cambiar de carril. Por cierto, cuando te estacionas en reversa la pantalla te muestra con una cámara lo que hay detrás de ti pa’ no jerrarle.
Los japoneses tienen una manía por el comic. Lo usan como cuento corto, manual de capacitación, historieta, fábula, pornografía (en Japón la pornografía esta vedada, pero es totalmente abierta en el comic). Hello Kitty es en Osaka lo que Che Guevara en Havana... toda proporción guardada.
Osaka es una megápolis, rascacielos, vida nocturna, inacabables multitudes. El tour comenzó en Shin-Sekai, diría que es el San Juan de Dios, todo es baratísimo, algún trasvesti ronda la calle. Abundan los Pachinko, versión japonesa de los casinos atestados de máquinas tragamonedas. Siempre son propiedad de la mafia: Yakuza. Los Yakuza son como los narcos o los Hell Angels. Cualquiera los puede identificar en la calle, pero encarcelarlos es otro cuete. Recorrimos cantidad de mercados y nos sentamos a tomar sake en una cantina de barrio, tanto el sake como las botanas sabían infame.
Visitamos una feria donde los templos estaban tan atestados que los fieles echaban sus monedas al cepo desde tres o cuatro metros de distancia, haciendo la envidia de Michael Jordan. Luego nos sumergimos de lleno en la vida urbana: Minami. Minami es apenas comparable con Plaza del Sol en 24 de diciembre, hervidero de gente entrando y saliendo de las tiendas. Es área peatonal, pero creo recordar semáforos controlando los ríos de gente. Minami-Dotombori es impresionante. Las tiendas y los clientes están en competencia a ver cual es más llamativo, neon, pantallas, música, bips, cabellos de colores chillones. Miles de pisadas por metro cuadrado, cientos de flashes por parpadeo, persistencia del ruido en los oídos.
La estatua de la libertad marca la entrada de America-Mura un crisol donde todas las tendencias del american way of life son niponizadas, están los rockeros, los industriales, los punks, los grunge, los rastas... todo en versión japonesa! Es como si un día en el espejo encontraras tu rostro con nariz distinta o un nuevo color de ojos... todo es extrañamente familiar... pero tan diferente, algo se siente fuera de lugar. Ahí nos echamos unos takos. Unos Tako-yakis, pulpo capeado y frito bastante sabroso, especialidad de Osaka.
Nos citamos con sus excompañeras de universidad y el nepalés esposo de una de ellas. Yo era una curiosidad y me hacían todo tipo de preguntas abiertamente. Entramos con todo el grupo a un restaurante-bar muy típico. Me dio gusto ver a Masayo en su ambiente, con sus amigos. De por si alegres, agréguese que el restaurante tenía barra libre de cerveza, sake y vino de arroz. Cuando menos me di cuenta era medianoche y yo estaba cantando “¿Quién será?” en un karaoke, con un coro de japoneses de fondo. A ésas alturas Masayo y Junko ya no se molestan en traducirme nada, todos beben, cantan, parodian coreografías, ríen. Salimos, la calle atestada de adolescentes que sacan a presumir a todo volumen los estéreos de sus autos, sábado en la noche en Dotombori.
Nara: persistentes siglos.
Hace muchos siglos, cuando Japón era un incipiente imperio, la capital se trasladó a la bulliciosa ciudad de Nara, convirtiéndola en la primer gran capital imperial. Año 710. Algo importante ocurrió entonces.
El emperador decidió invitar a su corte a un sacerdote Chino llamado Ganjin para instruirlo en las enseñanzas de una nueva filosofía, el budismo, que ya se había empezado a filtrar desde China durante un par de siglos.
Tengo mi muy particular teoría de que las filosofías viajan con el sol: de Oriente a Occidente. Tal es la inercia espiritual de nuestro planeta. Hay tímidos flechazos en sentido contrario, como cuando Kublai Khan invitó monjes cristianos a su corte, o cuando Pedro el Grande llevó filosofos y cientificos de la ilustración a la rusia zarista. Las únicas ideologías importantes de ideas que se me ocurren en ésa dirección son el Comunismo y la cultura pop gringa... lo que confirma que el materialismo se Occidente a Oriente, la espiritualidad de Oriente a Occidente.
En fin, el monje Ganjin salió rumbo a Nara. Del continente a Japón es apenas un brinco, pero como Pablo de Tarso y Cabeza de Vaca, se la vivió entre naufragios, enfermedades y accidentes. ¡Esa manía de algunos evangelizadores de contradecir las señales de la fortuna! Para cuando llegó a Nara estaba ciego y ya era el año 754.
El que persevera alcanza, construyó en Nara el primer gran templo budista Todaiji (del que luego hablaré). Al envejecer, construyó un monasterio más modesto donde se retiró a pasar el resto de sus días: Toshodaiji. Ahí los edificios se conectan por un amplio sendero de grava que lleva a los jardines, al pozo, el almacén, el templo principal con algunos de las primeras Budas de madera tallados en Japón: una mujer de pie, tamaño real, rizos densos y diminutos denuncian su origen hindú. Sus manos en gesto suave muestran una palma al cielo, una a la tierra. Su serena mirada se ha fijado en cada generación durante mil doscientos años. Estaba maravillado, de pie frente a ésta reliquia, a un lado estaba el letrero, también de madera, que inicialmente colgaba a la entrada del templo. Su exquisita caligrafía es aún legible a más de un milenio... para aquellos que entiendan japonés.
Los japoneses adoptaron y adaptaron el budismo sin abandonar el shintoísmo. Fue una integración fluida, sin conflictos ni contradicciones. Caminar en Toshodaiji era como pisar tierra sagrada. El primer gran bastión del budismo en Japón. Mirar el buda del templo principal es como mirar la cruz con la que San Patricio evangelizó Irlanda... asumiendo que en efecto se llevó una cruz cargando todo el camino.
Por cierto, hablando de San Patricio, el sábado antes de viajar a japón celebré el día de San Patricio con amigos irlandeses en bar irlandés. Bebimos guiness y cerveza verde hasta que empezamos a ver duendes. Dobles. Celebran su día nacional, celebran al santo que le declaró la guerra a la superstición celta. No hubo sincretismo posible, guerra directa entre San Patricio y los druidas. Y las guerras siempre se celebran. Usualmente no se concibe la victoria sino como la derrota de alguien más.
Aquí nada se festejan, nada se lamenta. El budismo simplemente llegó. Aún hoy día a los japoneses les tiene sin cuidado establecer diferencias entre uno y otro culto. Salimos del templo a una llovizna fría y pertinaz, alrededor apenas hay unas tiendas de recuerdos y una que otra casa. Toshodaiji ya no está en el centro de Nara, en éstos siglos la ciudad ha movido su centro varios kilómetros.
Nara: hacia el Nirvana por un orificio nasal
De hecho nuestra visita a Nara comenzó en el centro de la ciudad, el monasterio que acabo de describir fue lo último que vimos. Entonces empecemos por el principio:
Masayo seguía en su plan de guía de turistas, compartiendo mi entusiasmo por los lugares que me enseñaba, más por orgullo de anfitrión que por sentido de novedad, ella ha estado en todos ésos lugares innumerables veces. El centro de Nara es como cualquier ciudad pequeña, hoteles sin pretensiones de servicio ni precio anuncian paquetes con desayuno incluido, adolescentes se dirigen a la escuela con su arco y flecha (arquería es al parecer una opción popular en la clase de educación física), la prisa se pierde en una hilera de modestas tiendas y un peregrinar de transeúntes.
Caminamos rumbo a las atracciones turísticas, flanqueados por tiendas de recuerditos que mucho me arrepiento no haber comprado (al regreso, para no ir cargando fue mi lógica), sobre todo una marioneta de un buda hindú, de pelo rizado. Poniéndonos exigentes, ya no nos deteníamos en cada templo o cerezo florecido. Menos me hubiera detenido de saber que a mi regreso a Vancouver encontraría la ciudad infestada de cerezos florecidos, incluido uno en la esquina de mi casa... pero en fin, son de otra variedad. En fin, había algunos templos de tal belleza y con cerezos tan exuberantes que arremolinaban turistas... Y era un frenético cresendo, cada templo era más impresionante que el anterior. Estaba sacando una foto de un templo de techo octagonal cuando se me ocurrió mirar hacia atrás: Una imponente pagoda de cinco pisos, parte de un complejo de templos y pagodas construidas entre el año 700 y el 1400.
Nos acercamos a la pagoda, difícil creer que tan imponentes edificios de madera sigan en pie. Un venado se acerca curioso tratando de averiguar si lo voy a alimentar. En Nara cientos y cientos de venados andan libres entre los templos y jardines, creando una fuerte impresión del paraíso en la tierra. Masayo encontraba muy divertida de mi fascinación con los venados. Clara que compré obleas y los estuve alimentando todo el tiempo.
Cuando yo creía que Nara no podría superarse a si misma, que ya había visto todo, al doblar la esquina en uno de los jardines se extiende frente a nosotros una enorme explanada, jardines, estanques, venados... y al fondo un portentoso portal de madera: Nandai-mon. Erigido por un famoso escultor en el siglo XIII, tiene una exquisita intensidad que casi provoca mareos conforme te acercas, a cada lado del portal gigantescos guerreros guardan la entrada.
Latido a latido, paso a paso, cruzas bajo éste inmenso portal que te despoja de toda incredulidad, te absuelve de toda fugacidad y sales llevando al otro lado llevando dentro sólo lo que de ti es esencial y eterno. Frente a ti está ahora Todaiji, el primer gran templo budista en Japón, la obra cumbre del sacerdote Ganjin. Con reverencia entramos al templo rodeados de centenares de excursiones escolares, niños y niñas de camisa blanca y shorts azules. Dentro está el Dainichi Buda, estatua llena de símbolos, el Buda tiene una palma descansando en la rodilla y la otra palma viendo hacia ti. Es el Buda cósmico, quien dio inicio al mundo y a las manifestaciones terrenales de los otros budas, el verbo recursivamente hecho carne. El templo respira pausadamente a tu alrededor.
Hay un hoyo en la base de una de las columnas laterales. Supuestamente es del tamaño del orificio nasal de la estatua de Buda. Quien pase por el ojo de ésta aguja encontrará la iluminación. Los niños pasan entusiastamente. Pero al salir no parecen muy distintos de cuando entraron. En la infancia la gracia es un estado que no se necesita ganar, sino tratar de no perder. Masayo me dice que vino también fue en una excursión escolar a los seis años y ya pasó por ahí. Yo no lo intenté. Prefiero seguir pensando que en el otro lado del mundo aún queda pendiente un atajo a la iluminación. Aún me espera.
Kyoto: El Sueño
Ésa noche regresamos a Kyoto para cenar con su hemana y su cuñado, Junko y Ton. Siempre están bromeando y payaseando, Masayo se alternaba entre reírse y traducirme. Deambulamos por obscuras callejuelas peatonales iluminadas por lámparas de papel, llenas de restaurantes, bares, casas de té. Una puerta corrediza y estábamos dentro de un restaurante, sentados en el piso, la mesa era la plancha donde cocinamos nuestra comida. El siglo XX estuvo ausente todo ése día. Yo no lo extrañé. Me fascinan que en ésos laberintos igual puedes girar a izquierda o derecha, entrar a tal o cual lugar, el azar complicándole la vida al destino.
Helaba en Kyoto. Ahí me acometió una de mis consabidas fiebres, ya me sentía mal desde Nara. El dueño del restaurante me dio no se cuanta instrucción para que me cuidara. Finalmente la fiebre me tumbó en cama por varias horas y me mantuvo en baja energía el resto del viaje. Amén de provocar otra cascada de atenciones y cuidados de toda la familia.
En su trabajo anterior, Junko enseñaba a la gente cómo ponerse y usar Kymonos. Así que al día siguiente fue el día de Kymonos. Los cuatro deambulamos todo el día por la ciudad vestidos así. En mi caso causando más de alguna mirada de reojo. Ya sabrán, más templos, restaurantes y paseos por barrios hechizantes, más que pintorescos. Fuimos a un famoso parque donde en primavera la gente va a acampar, comer y beber todo el día bajo los cerezos. Es como la fiesta nacional. Y ahí estuvimos, en Kyoto, justo en ése parque, bajo los cerezos, comiendo Tofu y bebiendo Sake, rodeados de multitudes de familias y envueltos en la ropa tradicional. Más nippon que eso no se puede.
Por la noche recorrimos un templo iluminado de noche, el efecto era indescriptible. Me llamó la atención que el jardín zen tenía unas esculturas geométricas de acrílico, con luces que cambiaban a un lento ritmo. Sorprendente en sí que un jardín zen tuviera algo más que arena y grava.
En una de las alas del templo había un altar, cerrado por una reja de madera. El altar era un cuarto vacío, había un cartel blanco colgado al fondo del cuarto, con un solo signo. Silencio. Le pregunté a Masayo que significaba la inscripción. Me contestó: “The Dream” (El Sueño).
Tokyo: Blade Runner
Al otro día, saltar del tren, cruzar la estación buscando el andén, entrar en tropel al tren bala, ibamos rumbo a Tokyo. En japón todo se vende en máquinas tragamonedas. Todo. Ahí compramos para desayunar una versión japonesa del tamal: unos triangulitos de arroz envueltos en algas y rellenos de pescado o verduras. El paisaje: monte Fuji y los centros turísticos de la costa.
Por cierto, viajando en el tren normal en los alrededores de Kobe y Osaka, a veces se ve cerca de la estación barrios relativamente pobres hacinados, muy cerca de las vías. Masayo me dice que nadie habla de eso, pero hasta hace poco había una casta inferior, compuesta de carniceros y peleteros (trabajan con piel de animales muertos). Ellos son los que viven en ésos barrios. Ahora se les quiere incorporar a la sociedad. Pero es difícil. Por ejemplo, como ésos niños no tienen el mismo nivel académico que los otros, hay un tácito acuerdo que en las escuelas ellos tienen exámenes más fáciles. Pero no es claro hasta dónde eso significa una oportunidad o prolonga la brecha.
El mismo problema se tiene en Canadá con los indígenas. Las excenciones de impuestos y ayudas gubernamentales suelen ser contraproducentes. El trato excepcional los declara como subclase. Pero si no se les ayudara es claro que serían pronto relegados aún más. Todos los programas de trato especial a indígenas son siempre polémicos. Y qué decir de México, que decir de Chiapas. ¿Autonomía? ¿Cómo? ¿Qué con los servicios médicos, con la protección de la ley? No hay opción sino integrarse, pero ¿cómo hacerlo sin perder la identidad?
En fin, que llegamos por la tarde a Tokyo. Salir de la estación del tren en Shinjuku para encontrarte sumergido en un bosque de rascacielos con pantallas de televisión por fachadas, hordas de peatones con el celular pegado a la oreja. Decía la guía de turistas que Tokyo era como el set de filmación de Blade Runner. Y sí.
Hablando de películas, Amores Perros estaba en cartelera. Eso y unos hongos alucinógenos fue la presencia mexicana que vi en Tokyo. Los hongos eran legales y los vendían en tiendas hippiescas, pero avisaban que a partir del próximo mes iban a ser ilegales y se dejarían de vender.
Durante dos días hicimos un tour de force para recorrer todos los barrios: Roppongi y su vida nocturna plagada de extranjeros. Ginza y sus amplias avenidas con cierto aire al DF. Shibuya y Shinjuku con su inquietante ajetreo de megápolis futurista, incluyendo el centro de gobierno y el centro internacional de convenciones, edificios impresionantes como pocos. Con su insuperable habilidad para cuestiones prácticas, Masayo encontró hotel en Ikebukuro con vista a una ajetreada calle peatonal. Un cuarto bastante grande... para estándares de Tokyo.
Cuando se viaja juntos todos los detalles se ponen bajo la lupa, lo que se tiene en común, lo que es distinto. En ése sentido Tokyo resultó ser un poderoso microscopio. Para mí nuestras semejanzas nos mantenían juntos, nuestras diferencias nos alejaban. Paradójicamente, para Masayo lo que teníamos en común fue lo que eventualmente terminaría por separarnos.
Por la otra cosa que recuerdo a Tokyo es por lo imposible que es respirar. Difícil en la calle, con el aire helado y cargado de polución: recuerdo caminar por un costado del jardín del Palacio Imperial con el paraguas no sobre, sino frente a nosotros, tratando de frenar la llovizna horizontal y el condenado viento. Difícil respirar en el liliputiense cuarto de hotel, un asmático oxígeno provenía del aire acondicionado. Y difícil, muy difícil respirar en los restaurantes, ya sean los ‘chic’ o los Ramen: la gente no deja el cigarro ni para comer o subirse al elevador. En más de alguna mesa me toco ver que la mano que cogía comida del plato tenía un cigarrillo encendido. El gobierno tiene 50% de las acciones del monopolio tabacalero. Que comparar Vancouver y sus medidas draconianas contra el tabaco. Por cierto, algunas cajetillas de cigarros alemanas tienen la advertencia: “El cigarro causa impotencia” y una imagen de un cigarro ilustrativamente curvándose hacia abajo.
Con sobredosis de pastillas para la garganta y cierto alivio salimos de Tokyo rumbo a Kyoto. En el camino nos detuvimos em Himenji, inexpungable castillo en la colina con murallas, fosos, trampas... y un estricto horario de entrada. Por llegar diez minutos tarde nos quedamos afuera. Según esto es Patrimonio de la Humanidad y no sé cuanta cosa. Afuera hay un enorme parque rodeado de cerezos y puestos de comida donde parecía que toda la ciudad se hubiera tomado el día libre.
Aún tuvimos tiempo de llegar a cenar a Osaka. Nos subidos a una rueda de la fortuna en el último piso de una tienda de departamentos. Desde ahí vi que algunos pisos de un rascacielos vecino desbordaban luz y ajetreo. Masayo me dijo que era una zona de restaurantes y bares y propuso ir a cenar ahí. Yo creo que puse mi cara de déficit presupuestal, porque inmediatamente agregó: es barato. Fuimos de piso en piso eligiendo el restaurante, tomamos mesa de ventana, como los restaruantes son abiertos puedes ver lo que pasa en el resto del piso, realmente te sientes Jet Set... y en efecto fue barato.
Ni la menor duda
Kioto, caminando a solas por un bosque de bambú, me encontré de pronto en un tranquilo barrio sin tráfico. Afuera de una casa había un puestecito de verduras. Cada una con el precio y una canastita para el dinero. Nadie a la vista. Se espera que tomes lo que necesitas y pagues lo justo. Luego, en el supermercado, las cajas están cerca de la salida, pero no la bloquean No tienes que pasar por ahí. Simplemente se espera que no se te va a ocurrir salir sin pagar. Aún en las grandes ciudades pilas y pilas de bicicleta se dejan estacionadas afuera del tren o la oficina. Sin candados o cadenas.
Me pregunto si es el honor, el sentido práctico o el temor a las leyes y el ostracismo, pero el caso es que en Japón no hay lugar para el latrocinio. En Japón no hay lugar para nada. Es una nación por siempre contenida en un claustrofóbico territorio. No hay lugar para los individualistas, sino para los gregarios. No hay lugar para el desperdicio y el terreno baldío. No hay lugar para chatarra de automóvil por siempre fosilizándose en las calles o campos, no hay lugar para un patio de atrás con llantas viejas y una carretilla inservible, no hay lugar para terreno estéril. Hasta la política tiene espacios restringidos: aquí y allá un tablero de madera con seis espacios iguales es el único lugar donde los candidatos pueden fijar su publicidad. México, tenemos una inercia tan distinta.
Todo el Poder
Para caminar en el centro hay que sortear adolescentes cantando en la banqueta (siempre a dúo, siempre rodeados de groupies), y a los monjes que extienden su vasija para los donativos mientras murmuran sus oraciones. Ya me empezaba a ubicar en el centro de Kioto, entramos a la tienda de departamentos donde trabaja Junko. Ya no está en la sección de Kimonos. Ahora está en la sección de trajes. Armani. Los precios están de harakiri. Curiosamente, Junko dice que sus principales clientes son los Jacuza (la mafia)... ¡y los monjes!
Armani Zen, hágame usted el favor. Al parecer los monjes son una clase poderosa, poseen cantidad de terrenos y no pagan impuestos. Leyendo sobre Nara, la historia que conté acerca del monje Gaujin y la introducción del Budismo en la capital imperial de Nara, leí también que en menos de ciento cincuenta años los sacerdotes habían acumulado tanto poder que el emperador cambió de ciudad para tratar de mantener cierta distancia. La nueva capital imperial fue Kyoto. Eso hace un poco más de mil años.
Según John, un amigo irlandés quien por esas fechas estaba en Sri Lanka, allá los monjes budistas son tenaces activistas políticos. Todo esto va contra la imagen de desprendimiento y buenaondez que yo tenía del budismo, pero...
En el fondo nada tiene que ver con la religión, todo que ver con poder. Dicen que poder corrompe y poder absoluto corrompe absolutamente. ¿Y qué poder más absoluto que el de aquellos que tienen las llaves del reino? Una vez que el poder está en juego, la religión es lo de menos. Los principios religiosos se tuercen o ignoran por el interés del territorio, la etnia, el grupo, la codicia pura. La esencia de la fe raramente ha sido un factor en las llamadas guerras entre religiones. Muy raramente.
Muy raramente los principios doctrinales evitan que la iglesia y sus elites se envicien de poder. No importa si ésa fe es Budismo o cualquier otra. Ya los Sikhs intentaron una iglesia sin sacerdotes, pero en su desbordada pasión terminaron por constituir una jerarquía equivalente. Los Baha’is tienen un poco más de éxito en abolir las jerarquías, tal vez por eso mismo no han reclutado muchos adeptos.
La devoción en sí tiene un papel distinto al que juega en occidente. Masayo incluso declara que su país la gente no es religiosa. Lo son, pero a su modo. Por toda la ciudad, y el campo, se encuentran pequeños altares así como por descuido, como casetas telefónicas. La gente se detiene unos momentos a orar, ya sea antes de entrar a la carnicería, saliendo del tren... pequeñas dosis de oración repartidas a lo largo del día. Se puede orar en cualquier lugar. Y casi cualquier cosa es una oración. El silencio mismo, la consciencia de sí, la devoción por el Buda.
Tiene su encanto, no lo niego. La espiritualidad como parte integral del ser, como parte integral de la vida cotidiana. En el fondo no es tan distinto, persignarse quién sabe cuantas veces al día, o lavarse manos y pies e inclinarse rumbo a la Meca. Sin embargo no sé, no en balde pasé una infancia completa yendo a misa, demarcando la línea entre naturaleza y milagro, entre lo cotidiano y la transfiguración. Hay algo que no termina de convencerme.
Tal vez sea que el Zen, así como ha diluido tanto en sus jardines el concepto de la forma, que ha diluido en su práctica el concepto de oración y diluido en su filosofía el concepto de divinidad. El jardín puede representar casi cualquier cosa, casi cualquier actividad clasifica como oración, casi cualquier concepto es una definición de o divino. Y ahí es donde empieza el problema, no me acostumbro a ésa idea de la divinidad. Necesito un Dios concreto, aunque indescifrable, definible, pero sin límites. Supongo que para ello conservan imágenes de Budas, para gente como yo.
Ya con ésta me despido
Once páginas, que buen rollo me estoy aventando. Y bieeen clavado, pa’ amolarla de acabar. Dejaré para alguna conversación las anécdotas de la segunda mitad del viaje: aprendices de Geisha en los mercados, la cena en casa de la maestra de caligrafía. La fuente donde uno se purificaba con unos cucharones... y ellos se purificaban con rayos ultravioleta. La fábrica de Sake y la improbable mezcla de Sake con Vodka, patentada ante mis ojos por un vocalista de heavy metal y un fanático del gaelic football. El peregrinaje por otros templos que para Masayo era manda, ya hacía bizcos la pobre.
Lo último que quiero contar es el viaje de regreso.
Despedirse en el aeropuerto fue difícil para las dos hermanas. Cuando las lágrimas les empezaban a ganar Junko se escondía detrás de Ton, Masayo detrás de mí. Las dos sabían, pero ninguna quería que la otra la viera llorar.
Así como la ida fue una atardecer que duró horas, el regreso fue una noche en cámara rápida, pues íbamos contra la rotación terrestre. A través de la ventanilla completa obscuridad. De pronto un sutil azul comenzó a insinuarse en el cielo... ¿o era el mar? Un azul reservado para el inicio de los tiempos. Muy lentamente, la luz comenzó a explorar su territorio, tanteando el cielo y el océano helado. Comenzó a explorarse a sí misma, recorriendo una gama de azules, de humores. A través de una minúscula ventana estaba contemplando la inmensa pupila del amanecer fijarse en el mundo conforme el párpado nocturno se levantaba lentamente. La delgada línea del horizonte empezaba a tomar forma, una curva que ningún hombre pudo ver hasta éste siglo, la redondez de nuestro planeta.
Estábamos suspendidos a miles de kilómetros sobre el océano, creo que sobre el ártico, tal vez sobre el estrecho por el que supuestamente los primeros humanos cruzaron hacia éste continente. Pegado a la ventanilla, apretando los ojos intentaba descifrar el elusivo paisaje, pero la luz tenía su propio ritmo para revelarlo. Aquí y allá me parecía ver gigantescas montañas de hielo, grietas, valles helados, pasando lentamente de la noche al día, del azul universo al azul cielo. El ártico eterno, inmenso, desierto. En el avión otra película comenzaba, Masayo dormía dificultosamente, le contagié la gripa. En un rincón de la mente empezaba a preocuparme el trabajo que me esperaba al regresar. Pero allá afuera, allá afuera había un espectáculo indescriptible, un paisaje que se descubría igual que ayer, igual que todos estos siglos, igual que todas estas eras. Y yo no sabía si maravillarme ante el paisaje en sí o ante el hecho de ser algo cotidiano, algo que se repite una y otra vez. Un milagro pertinaz, un milagro al que cuesta trabajo encontrarle nombre, un milagro que te llena de promesa el cuerpo, que inocula de azul las manecillas de tu reloj... Un nuevo día.
Alejandro
Kioto - Vancouver 2002
01 abril 2002
Nippon - En español
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