01 abril 2003

Despedidas - en español

He cambiado varias veces de ciudad, aquí va una crónica de algunas de mis despedidas (la despedida de Vancouver, está en inglés, también por ahí)

Despedida I: Guadalajara


A media mañana llegaron las cervezas y tortas ahogadas, justo lo necesario para celebrar 25 años de Jorge, 25 míos, y mi primera despedida de Guadalajara: la semana siguiente me iba a Querétaro con todo y chivas. Jorge y yo nacimos en la misma semana y nos registraron en el mismo registro civil con horas de diferencia. Pero no nos conocimos sino hasta quince años después de nacer, en la prepa. Y todavía nos tardamos otros 10 años en festejar nuestro cumpleaños juntos.

Pero ahí estábamos, Zapotlanejo, en el rancho Casa Grande, en su momento vecino de una plantación de caña, una purificadora de agua, una granja de avestruces, una hacienda donde Miguel Hidalgo se acuarteló la noche antes de ser capturado, y eventualmente un huesario de autopartes. El otrora salón de eventos estaba atiborrado de flores de jacaranda guindas, anaranjadas y amarillas. No como decoración, sino porque su abuelo no estaba a la mano para hacernos barrer todo el lugar. En la prepa nos escondíamos de él para que no nos pusiera a trabajar, y él a su vez escondía de nosotros las llaves de la bodega de licor... por puritita desconfianza. En fin, llegaron como cincuenta mil amigos de Jorge. De mi parte había una docena de compañeros de la oficina: mi tocayo A.R.H. quien luego de la filosofía, la informática y la empresa, ahora le coquetea a la política; Ariadna, quien ahora habita un laberinto de smog en la gran Tenochtitlán; por supuesto Karla la emprendedora arquitecta, que entonces era mi novia, humanista de armas tomar...

Pero además de los presentes, pesan los ausentes: compañeros de la universidad, mis amigos escritores; mis amigos comunicólogos; mis amigos teatreros... Sector Juárez, Sector Hidalgo, Sector Reforma, Sector Libertad: Luego de un cuarto de siglo de vivir en la misma ciudad, inconscientemente había agrupado mis amigos en categorías, con la absurda consecuencia que raramente fomentaba contacto de unos con otros.

Otro tequila, ¿quién se comió una torta ahogada que dejé aquí? Y luego, una semana después: Santiago de Querétaro. Conseguir departamento, oficina, muebles, empleados, clientes. Conseguir conocidos. La ciudad empezó a extenderme la mano: el humeante de tazón caldo de camarón que los vecinos que me enviaron, las remembranzas de Don Vicente, el asturiano de la tienda de abarrotes que me platicaba su vida y me decía que llevara tomates “anda, están baratos”. Querétaro me ayudó a ver la amistad como una bola de nieve que va rodando y te enreda con dispares personajes, tomándolos por sorpresa mientras están vendiéndote un sillón, comprándote un conmutador; lanzándote una patada de Tae Kwon Do; meditando Siddha Yoga o platicando en una gasolinera.

De Querétaro hay tanto que decir, que mejor no digo nada, pero ahí les cuento mi despedida oficial:

Despedida II: Santiago de Querétaro.

Miré mi departamento calculando toda la gente que pensaba invitar. No van a caber, pensé. Mi departamento era amplio (y se veía más, desde que amigos de lo ajeno entraron a plena luz del día a llevarse todo, desde mis discos de Tori Amos hasta mi caja de galletas marías). Pero de todos modos, cuando llamé a mi primera invitada, Jessica, le advertí: “No van a caber”. Nuestra conversación siguió así:

- Ya quedamos, ahí te caemos.

- A lo mejor consigo que alguien me preste una casa más grande, después te aviso.

- ¿Y por qué no haces la fiesta en La Casa del Sol y La Luna?

Me reí. La Casa del Sol y La Luna era un edificio colonial, exquisito, convertido en centro cultural y escuela de artes. Era equivalente a preguntarme “¿porqué no haces tu fiesta de cumpleaños en el palacio de Bellas Artes?”

- No, en serio –insistió Jessica- yo soy amiga de la dueña. Dile que vas de parte mía y te presta alguna de las áreas.

Incauto que era (y sigo siendo), me apersono al día siguiente en el susodicho lugar. Había algunas clases de pintura en progreso, nadie se percataba de mi existencia así que subí a uno de los pisos superiores y anduve deambulando hasta que di con una mujer de unos 40 años, simpática como ella sola, si mal no recuerdo estaba pintando.

- ¿Lily Wotto? – pregunté, sabiendo de antemano que era una causa perdida.

- Si, soy yo. ¿en qué te puedo ayudar?

- Ah, soy Alejandro, el amigo de Jessica...

- ¿Cuál Jessica?

Suspiré.

Le di santo y seña de Jessica, Lily meneaba la cabeza diciendo “no, no la conozco”. Entonces me preguntó: “En fin, ¿porqué me buscabas?”. Y zaz que le digo... ¡Y zaz que me presta la Casa del Sol y la Luna para mi despedida!

Fui inmediatamente a avisarle a todos: Sergio Gris (un maestro de artes marciales de rompemadres, es decir, muy bueno) y toda su pandilla; Daniel que venía eludiendo el servicio militar en Colombia, huyendo de los peligros de la guerrilla, los paramilitares, los carteles de cocaína y los esmeralderos (de quienes él afirma que traían sicarios israelíes); por la noche me lancé por los bares bohemios del centro para invitar a tres guitarristas troveros a quien les había agarrado mucha estima, uno de ellos me ayudó a llevarle serenata a una hermosísma mujer de cabello largo y negro, otro terminó siendo su novio tiempo después...

El día de la fiesta, mi primera sorpresa al llegar a la Casa del Sol y la Luna es que Lily había dispuesto un salón con mesas, manteles y velas. Mi segunda sorpresa fue ver llegar tanto a Juan como a Manuel guitarra en mano y apoderándose del escenario, conectando los micrófonos y preguntándome qué canciones quería escuchar. Manifiesto desde el fondo de mi corazón que los invité nomás para que fueran a tomarse un tequila y cotorrear a gusto. Pero ya puestos de modo, pues pedí varias de Silvio Rodríguez y Alfredo Zitarrosa. Fue una tarde dulce y frágil. Recuerdo que por la noche, el último en partir fue Juan, un fuerte apretón de manos al despedirnos en la entrada del lugar. Recuerdo también que al irme alejando por los callejones adoquinados del centro, un viejo me pidió ayuda para subir a la banqueta su carreta con quién sabe cuantos trebejos, más pesados que su alma.


Intermedio: Relatividad y física cuántica.

Cuando recogí las fotos de mi despedida de Vancouver, me di cuenta que varias fotos no habían salido, lástima, porque no hay fotos de una docena de amigos. Se me ocurrió entonces empezar a escribir este relato de las despedidas, para conjurar el recuerdo y evitar que se vuelva borroso pasado. ¡Que el olvido no devore a mis amigos! En la batalla del olvido y la memoria, los indecisos apoyan al olvido.

En fin, hablando recuerdos, la otra noche estaba viendo en televisión un programa de divulgación científica sobre “teoría de cuerdas” totalmente fascinante. Es una extravagantísima teoría que pretende unificar la teoría de la relatividad y la mecánica cuántica (La Teoría Unificada es el santo grial de la ciencia moderna). La Teoría de cuerdas es tan descabellada que ni se menciona en la mayoría de las universidades. No se enseñaba en mi universidad jesuita el año que cursé Teoría electromagnética I y II, primera y última vez en mi vida que pude leer secciones de la teoría de la relatividad entendiendo las ecuaciones. Por todas las neuronas que han muerto desde entonces: ¡Salud!

En fin, luego de dos horas de escuchar los detalles, me llegó un deja vu... ¡de la prepa! Se me prendió el foco: En 1987, apenas dos años después que la teoría de cuerdas empezara a circular en los círculos científicos, en una preparatoria de la Tuzania, turno vespertino, un maestro de química intentaba explicarla a nuestro grupo. Realmente lamento no recordar el nombre de ése maestro que entusiastamente predicaba ciencia a un grupo de jóvenes que durante la mañana tenían empleo de repartidores, carniceros, secretarias, vendedores, tratando de sembrar en nuestra mente la velocidad de la luz y las 11 dimensiones del espacio-tiempo.


Despedida IV: Vancouver 2003.

Me salto del II al IV porque no salí de Guadalajara rumbo a Vancouver: escapé. No me acuerdo cómo se sienten las contracciones del vientre materno cuando te avisan que es tiempo de salir al mundo, pero recuerdo claramente las contracciones del aire tapatío haciéndome saber que era tiempo de romper el cordón umbilical con guanatos.

Y de repente, tres años después, otra vez las maletas. Pero ésta vez si fue una despedida hecha y derecha...

sigue en inglés por ahí