10 octubre 2005

Epístola 2005. - en Español - Europa Oriental

Epístola de verano 2005

Esta vez me la rajé, lo admito. 12 páginas. ¡Pero hay tanto que contar! ¡Tanta gente y ciudades en un solo verano!

BOHEMIA: QUE SE MUERAN LOS FEOS

“En la noche resuena, como en un mundo hueco,
el ruido de mis pasos prolongados, distantes.
Siento el miedo de que no sea sino el eco
de otros pasos ajenos, que pasaron mucho antes”
Xavier Villaurrutia (1903-1950)

El autobús avanza por la provincia de Bohemia con destino a Cesky Krumlov. Atisbo por la ventana la campiña de república checa. Veo días de campo, veo familias haciendo carne asada en su patio trasero, amigos subiéndose a los juegos de la feria del pueblo. Pienso en mis amigos, mi familia, mi pareja. Pienso que podría estar con ellos y me siento solo en las horas de autobús preguntándome qué chingados se me perdió en Cesky Krumlov.

Llegamos ya de noche. Krumlov es una pequeña población de quince mil habitantes. Salgo a la noche y a la luz de los faroles descubro un pueblo encantado, sacado de un cuento de hadas, no me hubiera sorprendido ver salir de una casa a Pinocho, Hansel o Gretel. Maravillado recorro el pueblo, callejones estrechos, casas antiguas y sus tejabanes, los despintados frescos de quién sabe cuantos siglos atrás, los puentes de madera que cruzan el río zigzagueante, los molinos de agua. En pocos minutos llego al otro extremo del pueblo y me detengo sin aliento. Frente a mí, iluminado por numerosos reflectores: un muro de roca viva. Y desprendiéndose de la roca, un castillo lleno de torres, puentes y muros alzándose hacia un cielo sobrepoblado de estrellas.

Subo la colina y empiezo a merodear a solas por los patios y los puentes del castillo, mirando las cabezas de ciervo, oso y jabalí que adornan los dinteles de las puertas y que hablan del universo de los reyes de Bohemia, sus bosques, sus cacerías. El otro lado del castillo está protegido por el foso de los osos, que hoy día está habitado por dos o tres bestias. Me asomo por un balcón de la muralla y a mis pies está Krumlov con su río serpenteante. Sube hasta mí el olor a leña quemada de las chimeneas. La sensación es difícil de describir. Súbitamente me llega la respuesta que me venía haciendo en el camino: ¿qué se me había perdido en Krumlov? Se me perdió éste castillo, este pueblo, éste río. Llevaban 33 años esperándome y no podían esperar un día más.

Me acerco a la fuente en el patio principal, mis pasos resuenan en los muros. A mi alrededor algo revolotea que a ésta hora debe ser un murciélago. Éste momento podría ser 500 años atrás. Si alguien me preguntara mi nombre en ése instante, se me antojaría contestar: minotauro. Coincidencia, al día siguiente visité el sistema de grutas que está debajo del castillo. Un fascinante laberinto al parecer natural donde hoy día hay una exposición de arte. Me detengo frente a una pieza que me llama la atención. Titulo: El Minotauro.

Al castillo en sí no pude entrar. Cierran los Lunes. Me ha pasado tanto quedarme afuera de castillos, templos, parques, museos, que en éste momento decido empezar a escribir mi testamento:

Cláusula I: Solicito que el momento en que cuelgue los tenis sea declarado Lunes 9:00 am, hora central del cielo. No vaya a ser que San Pedro no esté en horas de oficina y me quede en el limbo hasta la siguiente eternidad hábil.

¿Qué se necesita para producir un pueblito prodigioso como Krumlov? Se necesita una época dorada en los siglos XIV al XVII, cuando se construyó casi todo lo que se ve hoy. Luego, guerras que diseminen a los pobladores. Se necesita que el tiempo se detenga a mediados del siglo XX y el pueblo quede abandonado, excepto por las eventuales bandas de gitanos que hagan sus campamentos y hogueras ya en la plaza, ya en el castillo. Luego, ya en los 80's, se necesita redescubrirlo.

Al día siguiente me alejo de Krumlov río abajo en una canoa acompañado por una antropóloga pelirroja bisexual de San Francisco. Luego de un par de horas de remar cruzando el bosque, vemos una manta colgada sobre el río que anuncia rimbombantemente “Restaurante (en checo) Hacienda (en español)”. Mas adelante descubrimos en la margen izquierda del río un prado y un letrero de bienvenida. Decidimos atracar la canoa. Al parecer los clientes solo pueden llegar por via acuática. El “restaurante” era mas bien una tienda de abarrotes, la estrella del menú era una salchicha con una embarrada de mostaza dijon. Resignado, me asomo por la ventana para ordenar y veo a la chica checa que atendía...

Ella me trae al siguiente tema. Durante las muchas pestes y plagas medievales que arrasaron ésta tierra, cada vez que pasaba una carroza fúnebre por las calles, las solemnes campanas de la iglesia deben haber estado tocando a duelo la inmortal melodía “que se mueran los feos”. Era eso, o la otra explicación es que las mujeres de éste país no salen del pabellón de maternidad, sino de una fábrica de porcelana.


DE ANALCO A NIÁGARA

¿Que andaba haciendo en Europa Oriental? Bueno, por cuestión de trabajo tuve que ir un mes a Cracovia, la ciudad del dragón. Pero no fue ahí comenzó el verano. Para mí el verano empezó en Toronto meses atrás, un día nublado y frío: 10 grados. Ya habíamos tenido días de short y camiseta, pero tan pocos y tan esparcidos en el invierno opresor que sólo lo acentuaron. Como los cuervos en Marzo acentúan la nieve en el atrio de la iglesia frente a mi casa.

Pero el verano empieza porque en la oficina hay día multicultural. La cafetería está decorada con motivos brasileños, jamaiquinos, japoneses, persas, me atranco de frituras de la Guyana y galletas italianas, dulces chinos. Los brasileños llevaron una bailarina de samba, vestida de carnaval, es decir, poco. Ante su invitación, pronto subimos a bailar al escenario un ex-militar inglés doctor en filosofía, un israelí amante de la salsa y este mexicano errante. Señor, perdónanos porque decimos saber lo que hacemos.

Luego toman escenario unas bailarinas árabes, que meneando las caderas se acercan al público buscando voluntarios, pero la manada de ingenieros les huyen como si en lugar de atractivas jóvenes fueran colectores de impuestos leprosos y radioactivos, hasta que quedan apretujándose en una esquina de la cafetería como instantes antes se apretujaban frente al escenario. Afuera, el viento silba sobre un paraje gris. Comienza el verano.

Días más tarde llega Lucía. Sobre Lucía y yo, yo y Lucía, sus llegadas, sus partidas, los sí y los no, los no y los sí, prefiero platicarles y con café, vino o tacos de por medio. Mucho, mucho que platicar. Por cierto, sospecho que Lucía, como yo, es más intuitiva que sensorial, y a los intuitivos nos sube la bilirrubina cuando sentimos carecer de propósito... pero eso es parte de otra historia, baste decir que durante el verano estuvimos juntos aquí.

Pero bueno, a su llegada la tuvimos fácil, aunque también muy difícil. Lo fácil es que nunca faltó que hacer: Toronto, recién fugada de su cárcel invernal, estaba vuelta loca de libertad y estallaba en festivales, conciertos, concursos, deportes, todo lo que se puedan imaginar que se hace al aire libre. Y varias cosas más.

Éste verano, como ningún otro desde el 2000 cuando descubrí el maniqueísmo desbocado de verano contra invierno que experimentan los nórdicos, fue una extenuante peregrinación: hora tras hora, día tras día, cualquier momento en que no estuviera trabajando era un maratón bullanguero: tour ciclista por la orilla del lago Ontario; Sushi en Yorkville viendo pasar los motociclistas; café en Queen West con la bohemiedad torontense; caminar interminablemente por el pasto de la universidad rodeados de estudiantes entrenando fubtol, rugby, artes marciales; un show circense donde Lucía arrojó un par de lechugas hacia la perdición de las aspas de una podadora que un saltimbanqui equilibraba sobre su barbilla; ver el mago de Oz en un cine al aire libre, justo a la orilla del lago que refrescaba la multitud con su brisa nocturna. Y sobre todo festivales callejeros: de jazz, de blues, de la India, del caribe, de Grecia... Sobre todo: todo. Pasamos casi tres meses conquistando la ciudad calle a calle, festival a festival, concierto a concierto.

Y luego, los visitantes. Mi hermano Fausto y su colega teatrero Javier llegaron de pasada tras su viaje a Montreal. Complicado, porque tratar de enseñar una ciudad como Toronto en tres o cuatro días es como subirse al ring con Mike Tyson con la consigna de noquearlo en dos rounds. ¿Lo conseguimos? Quien sabe. Pero ¡que buena estuvo la madriza!

Y es que ¡hay tanto que hacer y ver! hoy mismo, mientras escribo esto, estoy sentado afuera de uno de mis edificios preferidos de la universidad: Hart House, parece la escuela de magia de Harry Potter. A unos metros de mí hay una veintena de músicos bañados en la luz de un dorado atardecer, entre los árboles sin mancha de otoZo, ensayan una mezcla de samba y klezmer, flanqueados por malabaristas ensayando sus suertes. Un viejito con sombrero a lo Van Gogh y barba a lo Degas perpetra descaradamente el cliché de alimentar a unos pajaritos cuyo nombre no tengo el gusto de conocer. Desde uno de los salones victorianos del edificio, nos llega el atenuado eco de algún estudiante que practica el piano. Y hace un par de horas, a mitad de un extenuante tour ciclista por la orilla del río que cruza Toronto, frené en seco al ver un venado y tres cachorros, ahí parados, en la vegetación entre el río y la autopista, a cuadras del corazón financiero de Canadá. Un día típico de verano.

Pero divago, decía que Fausto llegó a Toronto. Es difícil sobreestimar lo importante que es para mí recibir las visitas, las noticias de mi familia (cuando Blanca consiguió su PhD, en minutos se lo hice saber a media ciudad). Fausto, acompaZado de su troupé teatrera fue el primero en visitarme en mi primer exilio, en Querétaro por allá de 1997 (Fidel Velázquez apenas se acababa de morir).

De entonces a la fecha, nuestras conversaciones han sido a cuentagotas. Al menos así se siente, insuficientes. Pero ésta fue una buena revancha. Fue descubrir cosas de mí, (de mi familia, que es casi lo mismo), que no sabía: la extensión de las raíces panistas de mi padre, otra versión de la vida de mis tíos en Polanquillo, es decir la pre-historia Ramírez, antes que se arraigaran en el barrio de Analco.

Con gran alegría escuché a Fausto decir “en México deberíamos hacer algo así”, mientras observábamos a los torontenses correr, jugar voleibol, y andar en bicicleta en un área recreativa a la orilla del lago. El mismo comentario mientras visitamos el revitalizado barrio de la destilería, antes fábricas abandonadas, hoy galerías y restaurantes. En eso coincidimos: una consciencia de que en México hacen falta cosas, y la actitud de que hay que hacerlas. Tengo un marcado desprecio por aquellos que al ver bondades en otros países, se avergüenzan o hacen comentarios despectivos e insultantes hacia su propio país.

La comisión tapatía, 6 en total, nos aventuramos a las cataratas del Niágara. Fausto muy a su pesar asumió su identidad de turista, cámara al cuello, bermudas y sandalias, sin perder sus sempiterna camisa de mezclilla. Apoyados en el barandal, hipnotizados por el inmenso volumen de agua que un instante es río veloz pero dramáticamente silencioso, y metros más allá se convierte en estrepitosa caída. Abajo, todo es brisa tan densa que los barcos llenos de turistas en impermeables de plástico azul y amarillo se pierden en la cortina de agua pulverizada. Hay unas aves negras, de alas angulosas que desaparecen en la cascada, reaparecen y luego se zambullen en la superficie, cautivante rutina anfibia.

Nosotros decidimos ir a sumergirnos en los viZedos del valle del Niágara, probando vino tras vino, meciendo la copa a contraluz como buscando las instrucciones, emergiendo de ahí con una buena cantidad de botellas que pronto caerían en cumplimiento de su deber, en veladas donde Fausto y yo nos embarcábamos en conversaciones rotundamente Ramírez que Lucía y Javier compartían con empatía y curiosidad.

Miro 25 años atrás y encuentro el recuerdo de una excursión escolar al Club Jalisco. Novedoso, estar fuera de la escuela, chapoteando en las albercas. Y la niña nueva del salón era gringa, algo inusitado en mi mundo. Recuerdo que ella me estaba enseñando a jugar al cubo rubrick. ¡Se siente tan lejano! Aquél niño era alguien tan distinto de quien soy ahora. Me pregunto si algún día, digamos en Septiembre del 2028 me asaltará el recuerdo de una tarde soleada en el mercado de Kensington con Lucía y Fausto... ¿Quién será el viejo de 65 años que recuerde aquello?, ¿Que pensará del yo de 33, comiendo una empanada de chorizo y dando sorbitos al vino?, ¿Qué guardará en común conmigo?, ¿Qué consejos me daría si me pudiera hablar? Pero... ¿con que cara el yo de hoy se acercaría al niño flacucho que tiene los pies en la alberca y los ojos iluminados por el juguete y la compañera nueva? ¿Con qué cara me daría consejos sobre lo que viene en secundaria o preparatoria? ¿Con qué cara? Si cuando se trata de decisiones importantes mi espejo se vuelve autista y enmudece mi almohada. ¡Si a pesar de haber trabajado, habitado y querido tanto, no puedo tomar decisiones de Profesión, Patria o Pareja! De haber sido yo Julio César, mi lema hubiera sido, “vine, vi, me pregunté”


AUSCHWITZ Y CHIAPAS

Toronto, Queen East: subió al autobús un indigente de unos treinta años, los últimos dos o tres sin bañarse o cambiarse de ropa. O mas bien harapos, que de ropa ni el nombre quedaba. Por las numerosas rasgaduras del pantalón asomaban las piernas consumidas y la ropa interior que colgaba hasta las rodillas. Tomó asiento a unos metros de Lucía y yo, pero aún a la distancia el hedor era insoportable. La gente que estaba en los asientos contiguos hizo un esfuerzo por pretender que no pasaba nada, al más puro estilo canadiense evitaron pararse y apenas si se inclinaron imperceptiblemente hacia el otro lado para no rozarse con él. Un tipo de portafolio, a unos asientos de distancia, decidió terminar con la comedia e inclinándose le preguntó que tal había estado el día.

Empezaron a hacer conversación. Si hubieras cerrado los ojos, podría ser la primera conversación en la cocina entre maridos de dos mujeres que han sido amigas desde la infancia. Uno habló de su trabajo en el aeropuerto, el otro hizo preguntas corteses. Luego empezaron a hablar de arte. Simplemente arrojando nombres y preguntando si conoce y le gusta tal o cual compositor, tal o cual pintor. Resulta que el indigente era ruso y había sido estudiante de música en la universidad de York. La conversación siguió hasta que uno llegó a su parada.

Al comentar con Lucía lo surrealista de la situación, me contesta que ella no se dio cuenta de nada, absorta mirando por la ventana. Eso me pareció aún más surrealista.

Hubo tantos personajes singulares o queridos este verano, tan poco espacio en estas páginas. Es una tortura decidir quienes se caen de la página. Me tengo que morder la lengua para no hablar, por ejemplo, del taxista que era un empresario en Irán y peleó la revolución del lado del Shá. Del lado equivocado, dice él. El lado equivocado, que tristemente suele ser el lado correcto. O para no hablar de los argentinos de Toronto...

Del argentino que si hablaré, es del que conocí en el tren rumbo a Auschwitz. Nuestra platica fue sabrosa y prolongada, casi 6 horas. Entre docenas de anécdotas, me contó la vez que en 1988, por razones que luego explicaré, asistió al 40 aniversario de la institución de la República de Corea del Norte. Fue quizá el último momento feliz de la familia comunista antes de la caída del muro de Berlín unos meses después. El quién es quién de la izquierda internacional. Guillermo, como todos los latinoamericanos, fue invitado a una cena en la embajada cubana. Habiendo crecido en una familia acomodada porteña, compañero de escuela de hijos de generales, era como estar en una cena con representantes de la comunidad galáctica Zowak-24. Por primera vez asomándose al otro lado de la historia, escuchaba asombrado a los líderes del Frente Farabundo Martí de Salvador, el Frente Sandinista de Nicaragua... y tantos otros de cuya existencia no sabía. Hablaban de extender y movilizar las bases, de establecer gobiernos o hacer guerrilla, con una mezcla de idealismo y pragmatismo. Poder para el pueblo. Entre ellos, me dijo, había un mexicano “mas chaparrito, más morenito que tú” me dijo midiéndome con la mirada, quien hablaba de la necesidad de unir a las explotadísimas comunidades indígenas mexicanas. Seis años más tarde, ése mexicano y miles de otros participaron en el levantamiento armado del 1 Enero de 1994.

Así fue como Guillermo, viajando a Corea del Norte en representación de Carlos Menem (entonces candidato a la presidencia de Argentina), conoció al Subcomandante Marcos.

De nuestra visita al ex-campo de concentración de Auschwitz, es difícil hablar. El día estaba gris, frío y lluvioso. No podía dejar de pensar en escenas de tantas películas que he visto. Pero nada puede describir la des-humanización, el horror. Dentro del perímetro de la cerca de púas electrificada no había nada de humanidad, ni en los prisioneros ni en los carceleros. Tanta abominación que no sé como escribir. Diré solo que visitamos el contenido de las bodegas donde los nazis almacenaban las pertenencias de sus víctimas. Lo que vimos era una mínima parte, lo que no alcanzaron a enviar a Alemania antes de evacuar el campo. Lo que no se alcanzó a quemar (hubo bodegas que estuvieron ardiendo durante tres días). Lo que vimos fueron montañas interminables de objetos personales cuidadosamente ordenados: un salón lleno de anteojos; otro lleno de ollas y cazuelas; otro de zapatos, otro de prótesis, piernas de madera... Y luego: un salón con millares de trenzas de mujer, perdí el aliento tratando de imaginar cada una de ésas mujeres, con ilusiones, con coquetería, con vida, arreglando cuidadosamente sus trenzas y poniendose listones... pude oír el ruido de las tijeras cortando a ras ésas trenzas y arrojándolas a la montaña, momentos antes de enviar a las mujeres a la cámara de gas, peor o a las barracas. Y el siguiente salón: montañas de ropa de bebé.


BUDAPEST NUEVE AÑOS MUY TARDE

Las bodegas de los campos de concentración se llamaban Canada. ¿Porqué? Porque había tanta abundancia como los europeos decían que había en éste país. De manera similar, cuando empecé a tomar el metro en Budapest, escuchaba a la gente a mi alrededor diciendo “México” a cada rato, lo que sinceramente me sacaba de onda. Hasta que descubrí que “México” era una de las estaciones del metro, la última. Tuve que preguntar. Una señora ya mayor me contó (traducción cortesía de una joven que sabía ingles, pero no la historia) que siendo ésa la línea más antigua del metro en Europa (excepto Londres), la última estación se construyó lejísimos, más lejos del límite de la ciudad. Tan lejos, que era casi México.

Ésa línea del metro es en sí una atracción turística. Vas por la calle, bajas unos cuantos escalones y ya estás en el andén. Apenas bajo la superficie. Los andenes son pequeñísimos y decorados como una casa de muñecas: azulejos en las paredes, detalles de madera. El tren en sí también parece de juguete, diminuto, estrecho.

A Budapest llegué temprano a las 7 a.m. Pero también tarde. Nueve años demasiado tarde. ¡Debí haber llegado en 1996, para el 1100 aniversario de la fundación de Hungría, cuando la ciudad entera estaba de fiesta! La guía de turistas decía que ir a los baños termales era mandatorio. Pero yo decidí que era mejor pasar el tiempo en el palacio, las catedrales, los puentes sobre el Danubio, la plaza Franz Liszt con cientos de mesas al aire libre... sólo de pasada llegué a uno de los baños termales llamado Széchenyi. Y entonces solté un largo “¡Aaaah, ya entiendo!” Los baños termales son a la vez lugares muy sociales, el equivalente a la playa, donde los lugareños (¿budapestosos?) van a platicar, remojarse, pasar el tiempo. Pero a la vez son edificios de arquitectura y decoración ostentosa, colorida, exuberante. Me impresionó mucho más que cualquier otro edificio en la ciudad: la arquitectura art noveau, las enormes albercas rodeadas de columnas, esculturas, mármoles, los mosaicos y frescos con motivos griegos, egipcios y húngaros, los patios con fuentes y sillas para asolearse. ¡Me arrepentí de haber programado sólo dos días para visitar la ciudad! Mi padre lleva décadas yendo al sauna y el vapor en la mutualista, de niño a veces lo acompañaba a jugar ajedrez, y hace un par de años me dio un tour completo de las instalaciones, incluyendo su locker, cosa que le agradezco mucho: enseñarme una parte de su mundo. Viendo las terrazas y las albercas de Széchenyi mi mayor deseo es que él pudiera estar ahí y pasar el día zambullido en las aguas termales, jugando ajedrez en un tablero flotante con los húngaros.

Otra cosa que la guía de turistas recomendaba es el museo de comercio. Mapa en mano, subí y bajé la colina del castillo sin dar con él, hasta que, seguro que estaba en el lugar correcto, le pregunté a un mesero que estaba recargado en la puerta de un restaurante.“¡Boom!” dijo, y señaló el edificio frente al restaurante. Entre las ruinas se alcanzaba a leer “museo de comercio”. Revisé la fecha de mi guía de turistas: 2004. Valió la pena perderme el museo sólo por ver al mesero explicarme a señas que no había sido un atentado terrorista, sino una mina de la segunda guerra mundial que hace poco un desafortunado albañil golpeó con su pala. En efecto: boom.

El castillo de Budapest tiene vista impresionante, en la cima de una colina, reinando sobre el Danubio, casi frente al descomunal edificio del parlamento, construido en el aniversario 1000 de Hungría (Magyar le llaman ellos a su país). El castillo si es precioso, al menos por fuera. No pude ver el interior porque había un festival internacional del vino al que no tuve más remedio que unirme. Paseando por los patios, entre cientos de puestos de vino, mirando las esculturas, probando acá un shiraz, allá un merlot, encontré un puesto donde vendían pan: sobre un cilindro metálico, de medio metro de alto, enrollaban una delgada capa de levadura, y luego lo ponían a girar sobre las brasas. La cosa más exquisita del mundo. Sorbiendo mi vino, comiendo pedazos de pan, le di varias vueltas al castillo, que es un edificio moderno intentando parecer antiguo. Es decir, por más de mil años ha habido un castillo ahí, pero ha sido destruido y construido miles de veces. Tomado por los turcos, tomado por los austriacos, tomado por los nazis... tanta historia, tanto vino, simplemente por solidaridad con el castillo, yo también terminé completamente tomado.

Mientras me alejaba miré hacia atrás y me despedí de la escultura que está a la entrada del castillo: el Turul. Es un halcón o águila, que en el siglo IX les indicó a los magyars (húngaros) dónde fundar la ciudad. La señal era: donde el Turul deje caer una espada. ¿Será de casualidad la misma águila que comiendo una serpiente en el siglo XIV les indicó a los aztecas dónde fundar Tenochtitlán?¿Y porque no viene ahora un ave a darme señal para establecerme? ¿Un albatros parado sobre una vaca? ¿Un cóndor leyendo el periódico? ¡Vaya, me doy con una paloma comiéndose una guayaba!


CRACOVIA: EL DEMONIO EN BICICLETA

Llegué a Cracovia un domingo, con mi camiseta de la selección mexicana. Mi departamento estaba a dos cuadras del río Vístula, a la orilla del río hay un bar cuyas mesas y sillas eran grandes troncos, y la comida eran salchichas que tu mismo debías asar en una gran parrilla al centro del jardín. El pasto a la orilla del río es como el parque principal, donde las parejas se citan, las familias caminan toreando a los ciclistas, los aficionados se agrupan alrededor de una partida de ajedrez, los adolescentes se beben la primera cerveza de la noche antes de irse a los bares. El río sigue serpenteando, y ahí mirándote desde arriba está el castillo Wavel, con sus torres, la catedral con las tumbas de reyes polacos de los últimos mil años, la gruta del dragón, los aposentos reales con tapices de pared a pared con imágenes bíblicas impregnadas de una fantasía obscurantista y fascinante.

El castillo marca la esquina sur del barrio viejo: el “centrum”, donde pasé la mayor parte de mis horas. El foso que rodeaba el centrum hace siglos se rellenó y convirtió en parque. Callejones adoquinados, iglesias, balcones, incluso el descuido fachadas, legado de los años del comunismo, le agrega encanto a la ciudad. Concuerdo con la Unesco, patrimonio de la humanidad.

Por cierto, este verano el letrero “patrimonio de la humanidad” me anduvo persiguiendo: me tocó ver un total de 8 en Viena, Krumlov, Praga, Cracovia, Budapest y Quebec. Tantos, que me pregunté si la Unesco no anda pegando calcomanías a diestra y siniestra: parada del camión “patrimonio de la humanidad”. Pero no, revisé la lista y realmente hay pocos. En Canadá hay 11, en México 23. De Canadá conozco sólo uno, de México 12, me falta Xochimilco entre otros.

Ése primer día mientras tomaba mi primera cerveza, veo caminar por la plaza a alguien con una camiseta con un escudo al parecer familiar, esforcé la vista tratando de ver... y en efecto, un mexicano con la camiseta de la selección nacional, justo como la que yo llevaba. Nos saludamos desde lejos.

Era la primara cerveza, peor no sería la última. Vaya que no. Por allá, beber cerveza es más barato que beber agua o refresco. Y siempre cenando con gente de la oficina, ya fuera con visitantes como yo, o con los locales... ¡que va a uno a hacer!

Otra cosa que debería ser patrimonio de la humanidad son los bares de allá. Centenares de sótanos medievales, con arcos de piedra, techos curvos y bajos, usualmente cuartos pequeños e interconectados entre sí, pero aislados por la acústica. De modo que puedes entrar a uno y ver a una docena de gente bebiendo, pero si pasas al cuarto siguiente, encuentras una multitud bailando apretados al ritmo del DJ. Toda una aventura de descubrimiento.

Uno de éstos sótanos, casi una catacumba se llamaba bar Fausto, donde una noche estuve tomando vodka con el demonio: Boruta. Es el nombre de mi amigo, también el nombre del demonio en polaco. Me platica de los años comunistas, la vida del día a día. Boruta, el ángel caído. Pero caído de la bicicleta y sin casco, días después de que estuvimos viendo el partido de futbol en el bar. Visitarlo al hospital militar se quedó en intención.


POLONIA: ADAM Y CAROLINA

No se puede visitar Polonia sin aprender algo de historia, ni sin ver por todos lados las estatuas de Adam Mickiewicz. Poeta romántico y héroe nacional que nació en Lithuana, vivió en Paris y murió en el campo de batalla en Estanbul. Sin haber estado nunca en lo que hoy es Polonia. Su cuerpo yace al lado de los reyes en la catedral de Cracovia. El chisme de Mickiewicz y Carolina vale la pena contar.

Odesa 1825. El zar ruso decide enviar al veinteañero Mickiewicz a ésa esquina del imperio ya que se sospechaba, correctamente, que era parte de una conspiración por la independencia polaca. Le encargó al gobernador que lo recibiera en su casa y le echara un ojo. Algo así como si en el 1993 Salinas hubiera enviado al sub Marcos a la casa del gobernador de Baja California. El gobernador no lo quiso recibir, ciscado porque dos años antes el zar le había enviado otro poeta romántico veinteañero (y héroe nacional ruso) Alexander Pushkin de quien se sospechaba, correctamente, de actividades revolucionarias. El problema es que mientras el gobernador le echaba un ojo a Pushkin, éste le echó un ojo a la esposa del gobernador y la cosa terminó en escandalo.

Así que cuando llega Mickiewicz, el gobernador mejor lo manda a la casa de Witt, el jefe de inteligencia rusa. Jan Witt era un declarado espía de legendario atractivo y habilidades sociales cuya casa era el centro de la vida social en Ucrania. Poetas, pintores, terratenientes, generales zaristas, conspiradores, revolucionarios, todos terminaban por visitar al huésped más activo de Odesa. Su mujer, aunque nunca estuvieron casados, era una mujer cosmopolita, de una de las familias centrales de la nobleza polaca, inteligente, atractiva, instruida y políticamente influyente: Carolina Sobanska. Una pareja singular.

Y claro, durante su estancia en la casa del jefe de inteligencia, Mickiewicz y Carolina tuvieron un tórrido romance.

Pero... ¿Qué hacía una noble polaca viviendo con el jefe de inteligencia zarista? Por otro lado... ¿qué hacía el líder moral de la revolución polaca enamorado de una supuesta informante?

Años más tarde, Mickiewicz escribe una novela semi-biográfica tratando de aclarar las cosas. Describe a un personaje femenino, claramente Carolina, que hace el sacrificio supremo por la patria polaca: hacerse pasar como traidora, como informante, para ganarse la confianza del zar y servir mejor a la revolución, aún al precio de ser repudiada por sus coterráneos y familia. Una doble espía.

Esto pareció confirmado cuando el Zar Nicolás, que al igual que todo mundo desconfiaba de ella, la mandó exiliar. Pero muchas décadas después entre los archivos de la policía secreta soviética salió una carta de Carolina al Zar reclamando su decisión, enumerándole todos los servicios prestados al imperio, toda la información extraída de los conspiradores polacos. Aparentemente, en acuerdo con Jan Witt, o a idea de él, no era la primera ni la última vez que sostenía un tórrido romance con revolucionarios a fin de obtener información.


EN EL PRINCIPIO ERA EL VERBO

Praga, llevo ocho horas caminando como rarámuri huichol. Tengo los ojos hiperventilados de belleza, de arquitectura. Y eso que la mayor parte de mi recorrido ha sido en el norte de la ciudad, fuera de lo que los mapas describen como la zona turística.

Vi mucho este verano, pero nada como Praga. Simplemente no pude tomarle fotos. Primero porque aún no le hallo a mi nueva cámara digital. Pero más que nada porque fotografiar Praga es como fotografiar un perfume. Se puede capturar el rostro de la persona que lo usa, se puede capturar la arquitectura de la ciudad. Pero al enseñar las fotos... ¿cómo explicar el efecto?

Los pies no dan más, me siento a descansar en la cima de una colina, cerca de un kiosko de madera, rodeado de bancas repletas de locales, fumando, cerrando negocios en inglés por celular, revisando y corrigiendo documentos, sobre todo bebiendo. A nuestros pies el río Moldava y el indescriptiblemente hermoso centro de Praga, sus puentes. Sus muchos siglos de historia acumulados y que se siguen apilándose unos encima de otros como pueden en el reducido centro.

Como puedo, sigo caminando y me detengo en el palacio de verano y sus jardines. Viendo los palacios de los Hadsburgo en Viena y Praga, me pregunté si los mexicanos no deberíamos haber esperado unos 10 o 20 aZos antes de fusilar a Maximiliano en Querétaro. Digo, la familia no tenía mal gusto en arquitectura y planeación urbana. Y definitivamente a Tuxtla o Tula no le vendrían nada mal un par de palacios y jardines estilo Hadsburgo. Vaya, aunque fuera en Ahualulco del Mercado.

Y entonces, al final del jardín, El Castillo de Praga. Una visión. Franqueo el muro custodiado por la guardia y con las piernas temblándome de cansancio entré a La Catedral de San Vito. Aunque no lo suelo hacer, lo portentoso del lugar me llevó a extender la mano hacia el agua bendita y santiguarme la frente. Inmediatamente pensé en los miles de turistas que día a día visitan la catedral, todas las manos que tocan el agua bendita, toda la suciedad y bacterias acumulada y procedí a limpiarme furiosamente la frente con la manga mientras la gente a mi alrededor seguramente pensaba que soy el anticristo.

La catedral es el edificio principal del castillo. Tiene 125 metros de largo, 60 de ancho y 34 de alto. ¿La torre principal? 96 metros. Desde la punta puedes ver de cerca las otras torres y comprobar que no hay una pulgada cuadrada de esta catedral, ya sea el techo o las paredes, que no esté saturada de relieves, herrajes, gárgolas, vitrales. Durante diez siglos los mejores artistas checos le han ido añadiendo a la decoración. Una estética prolija que se multiplica y se muta, estética, bohemia, oscurantista, medieval, renacentista, moderna. Todo con un sentido de sorpresa y humor, o como dirían los judíos de por acá: chutzpah.

Las tres cosas que más me llamaron la atención de la catedral fueron: Uno, el vitral de Alphonse Mucha. Art noveau enclavado en una ventana gótica, de belleza luminosa. Dos: los herrajes en una puerta lateral, que muestran escenas cotidianas de medievo, cargar leña, desangrar un cerdo. Tres: las omnipresentes gárgolas de piedra, chivos, campesinos, dragones de piedra que parecen estar saltando hacia ti desde cada cornisa, torrentes de agua cayendo de su boca abierta. El gesto desvariado de las gárgolas me tuvo intrigado mucho rato, daba la impresión que eran otros seres que torpemente se hacían pasar por chivos, campesinos dragones. O tal vez chivos, campesinos y dragones poseídos por algún demonio siniestro. No sé.

En la catedral están los restos de quien empezó la construcción hace más de mil años. San Wenceslao. San Güicho para los cuates. A Sangüichito lo asesinó su hermano e inmediatamente lo enterró en la catedral declarándolo mártir y sacándolo provecho político a tener un mártir en la familia. Así como el PRI con Colosio. Otro que está enterrado en la catedral es San Juan Nepomuceno, quien ganó la santidad cuando el rey lo tiró de cabeza al río. Tiene un altar de plata pura con escultura y toda la cosa. Demostrando que hay sentido del humor, es el santo patrón de las inundaciones. Por cierto, fue su homónimo Juan Nepomuceno Almonte quien trajo a Maximiliano de Habsburgo a México.

En el museo del castillo me impresionó ver exhibida la cota de malla, el casco y otros objetos personales que San Wenceslao usaba el milenio pasado. No puedo describir el museo sin decir “más de mil años” a cada rato, capas, vestiduras, espadas, armaduras, libros. Yo, que me fascinan los libros antiguos, me encontré en un cuarto saturado de manuscritos de 300, 500, 1000 años. Algunos, según la descripción, eran el diario de la construcción de la catedral, donde se registraba el nombre de los artesanos y albañiles, las horas trabajadas, salario pagado, materiales usados... hace mil años. En mi trabajo llevo registros muy similares, en hojas de cálculo y bases de datos. ¡Qué efímero me sentí en comparación!

Pegándome al cristal, traté de leer una biblia abierta. El texto en latín decía “in principio erat Verbum et Verbum erat apud Deum et Deus erat Verbum” ¡pegué semejante brinco! evangelio de San Juan, una de las frases más contundentes de la biblia y de la literatura universal. “En el principio era el verbo. Y frente a Dios, estaba el verbo. Y el Verbo era Dios”. Y heme ahí, leyendo las palabras de puño y letra de un monje nacido mil años atrás.

Luego, en la biblioteca de un monasterio medieval cercano al castillo, descubro una colección de historia natural: pulpos, langostas, mariposas, conchas marinas, manzanas, escarabajos. Todo meticulosamente catalogado con una taxonomía intuida y preservado por una taxidermia antiquísima. Pienso en los barcos que recogieron los especímenes desconocidos desde continentes apenas explorados. Trayendo también historias que inspiraron los tapices donde hay hombres con ojos en el pecho y una sola pierna. Me recuerda que las bibliotecas no son libros, o DVD’s. Tampoco son conocimiento. Son curiosidad.


PARA TODOS, TODO

Me doy cuenta hablo poco del viaje (por ejemplo los encuentros de zumo europeo varonil... y femenil vi en televisión polaca) y mucho de las referencias históricas. Realmente no lo puedo evitar, me hospedé en Praga en el hotel Franz Kafka (bastante malito), cené en Cracovia en El Aleph cerca de la fábrica de Óscar Schindler (unos hígados de ganso deliciosos), visité la parroquia de Karol Wojtyla...

En fin, vas caminando y la historia se siente como docenas de cuerdas que te enganchan de la ropa, de las orejas, la lengua y la médula espinal. Como si toda tu persona estuviera llena de cabos sueltos que al ir por la calle se enganchan en todos lados. Todo está conectado a la historia, todo está conectado a ti. Me di cuenta que mi persona no termina en la frontera de mi piel. Yo llego hasta donde mis ojos ven, hasta donde mis oídos escuchan, hasta donde mis manos hacen. Mi historia personal no empieza en 1972, ni en la llegada de Colón a América. Llegue a la conclusión que todos somos algo más que simplemente nosotros mismos. Todos somos todo. Solo falta darnos cuenta.

Dice el refrán “Desgracia es ser ciego en Granada”, pero mucho peor ser ciego a la historia. Como el mexicano que en una estación de tren me dijo que todo lo que hay en Praga se ve en un día.

¿Qué tan nuestra puede ser la ciudad?, ¿qué tan nuestra puede ser la historia? ¿Que tan indiferentes podemos ser a convertirnos asumir lo que somos?


LA HERIDA

Una tarde en Cracovia entré a una iglesia y vi un letrero en polaco con una fecha de hace dos siglos. Al principio supuse que era el año de construcción, pero luego al pasar al baño me di cuenta que conmemoraba la última vez que alguien había limpiado el lugar. No, es mentira. El baño no estaba sucio. Su limpieza simplemente estaba exhausta luego de cincuenta mil días de lavarse a diario, los grifos fatigados luego de girar por millonésima vez. Nada ha sido reemplazado. En el convento y patio trasero de la iglesia camino sin querer en el set de una película que creo era sobre la vida de Juan Pablo II. Descubrí varios grupos preparándose para escena, niños jugando al aro, obispos y cardenales, soldados polacos y nazis practicando nerviosamente en reliquias de motocicleta.

Y unas cuadras después, me di cuenta que entré a un barrio muy distinto. La lluvia llevaba medio siglo deslavando la pintura de las casas. Todo tenía un aire de nostalgia, de terrible sobriedad. Así fue como descubrí Kazimierz, el barrio judío donde pase tantas tardes y noches. El barrio no ha cambiado un ápice desde 1939, cuando los nazis lo convirtieron en un gueto. Las persecuciones, el toque de queda, los pasos en la escalera, los golpes en la puerta. Todo ocurrió aquí. Exactamente aquí.

Hoy las casas albergan consultorios, restaurantes, cantidad de maravillosos cafés y bares. Las sinagogas se han convertido en museos, pues apenas queda algún judío en la ciudad. Pero la historia se quedó aquí, aferrada a cada esquina. Las mesas, las fotografías en las paredes, nadie quiere cambiar el barrio como lo dejaron los judíos hace 60 años. Como el cuarto de un familiar que murió y que se conserva tal como estaba. Un familiar con quien en vida nunca te llevaste bien.

Kazimierz me sedujo permanentemente. Un mes no me bastó para absorberlo. Media página me bastó para describirlo.


RECORDANDO A CELAYA EN PRAGA

4 de la mañana, barrio serbocroata en Viena. Milorad pide una canción de su tierra y pone unos euros en la mano de la cantante. Ella subió al escenario y señalándome anunció que había un mexicano en la casa, como si yo fuera una jirafa o algo así. La gente aplaude.

Tarareando y tronando los dedos al ritmo de la canción, Milorad me dice que en Viena hay como 60,000 habitantes de la ex-yugoslavia. Incluso quieren, medio en broma, cambiar el nombre de la calle a Avenida de los Balcanes. Pero si me preguntan, el grupo étnico dominante en la ciudad no son los yugoslavos, ni los árabes. Ni siquiera los austriacos. Son las esculturas de piedra. Te acechan desde fachadas, techos y hasta escondidos detrás de un puesto de comida china.

Repito, no tenían mal gusto los Hadsburgo. La arquitectura te abruma. Lo único malo, tanto de Viena como de Praga, es la “cultura”. Boleteros vestidos de cortesanos y con pelucas en la cabeza, invitan a los turistas a “conciertos de gala” o “función especial” donde tres veces al día empacan los teatros con turistas que quieren sentirse cultos, ahora que están en La Ciudad De Viena o Praga. El programa siempre es Mozart, Beethoven, Bach y otros archiconocidos. Y en el caso de Praga, agréguese el teatro negro. Al que confieso asistí.

La cultura debe ser una propuesta, una pregunta. Los turistas la tratan como confort, entretejimiento. Los cazadores de turistas tratando de venderte un boleto para escuchar la cuarta función de la primavera de Vivaldi, me parecieron simplemente una variante de las flacas prostitutas que en las calles de Praga te ofrecen sus servicios y anuncian precios (comparables con la entrada del teatro negro o con un par de camisetas).

Pero de noche, sentado en la plaza, admiro Praga. Adoro Praga. Y me hace preguntarme, habiendo lugares como éste... ¿porqué hay gente que vive en Celaya? ¿O en Markham? ¿Cómo es posible que en Winnipeg la mayor atracción turística sean unos osos de cemento en el camellón central?


YA CON ÉSTA ME DESPIDO

Toronto, mes de Julio. Lucía dice que hace falta pollo. Me pongo las sandalias, un sombrero de paja, tomo el elevador y salgo al callejón trasero del edificio. Me recibe una brisa tibia, luego de semanas de calor intenso y pegosteoso, Toronto ha ido ensayando con temperaturas distinta, cambiando sutilmente, grado a grado el calor y la humedad, el tamaño de las nubes… hasta que hoy finalmente el día le quedó perfecto. Y cada paso que doy se siente perfecto, como si estuviera ejecutando una coreografía ensayada durante años y finalmente lista para el estreno: avanza pierna izquierda, brazo derecho hacia atrás flexionando levemente el codo, al tiempo que el bióxido de carbono escapa de mi boca. Y cada bocanada que exhalo se siente como una verdad contundente, una poesía inspirada.

De cuando en cuando llegan días así, en que sientes que cada momento de tu vida es el cumplimiento de una profecía arcaica y precisa. Formado en la caja, pechuga de pollo en mano, me pregunto si la leyenda que estoy cumpliendo es la de Apolo o Prometeo.

Resulta que por recomendación de mi jefe, leí sobre los tipos de personalidad basados en la prueba de Jung – Myers. Según ellos, hay 4 factores de la personalidad:

1. Extrovertido [E] vs. Introvertido [I];
2. Cerebral [T] vs. Emocional [F];
3. Intuitivo [N] vs. Sensorial [S] (soZador o aterrizado)
4. Axiomático [J] vs. Contextual [P]

Según Jung, [N] vs. [S] es el mayor dilema, y basado en ello establece 4 tipos básicos de personalidad. Tal vez Zeus leyó Jung, porque al inicio de la historia (la de los griegos, no la mía), Zeus envió a 4 Dioses a los hombres, para traer a los hombres aspectos de la personalidad divina, y así hacernos a su imagen y semejanza:

  • Prometeo tenía que traer la ciencia. [N&T]
  • Dionisio la alegría [S&P]
  • Epímeteo el sentido del deber [S&J]
  • Apolo, el espíritu [N&F]

Pero no repartieron parejo. Hay gente con mucho Dionisio y poco Epímeteo, y así. ¿Yo? Según el cuestionario tengo mucho de Apolo, mucho de Prometeo. Totalmente Intuitivo [N] y nada Sensorial [S]. Me sorprendió saber que somos minoría. 75% de la gente es [S] y sólo 25% somos [N]. Y a mucha honra. A Gaby y Juan, que vienen escuchando desde 1990 mis eternas crisis de carrera, no les sorprenderá saber que los Prometeos suelen preferir ingeniería, los Apolos suelen ser escritores o periodistas.

Y para aquellos que me realmente conocen, y se siguen recetando ésta retahíla de epístolas desde el 2000, es que los Apolos estamos inoculados con el virus del eterno cuestionarse el significado, el propósito de su vida, de cada acto. Cito el libro:

“Anhela convertirse en aquél quien debe ser y obtener una identidad única. Y se arroja a al deriva, espiritualmente, psicológicamente y físicamente, buscando satisfacer su anhelo de unidad e identidad y auto-realizarse. Aún cuando los caminos de la búsqueda no estén definidos”

¿Me saben algo o me hablan al tanteo?


Si lo que busco es propósito, éste verano de pachanga como pocos, representa un acertijo. ¿Cuál es el propósito de tanto entretenimiento y recreación?

Una respuestame me llegó en mi cumpleaños, celebrando rodeado de amigos, recibiendo cartas, postales y llamadas de demasiadas ciudades para enumerar aquí.

Y finalmente el propósito de la recreación es re-crearte. Crearte de nuevo. Y este verano, después de tantas idas y venidas; tanta Seca, tanta Meca; tanto tingo y ¡tanto tango!; después de tanta re-creación, me des-hice y volvi a hacer. Y este yo que ha resultado, tremenenda coincidencia, resulta ser exactamente el mismo. Quizá más que antes.

Alejandro
Toronto y otros pueblos
Verano 2005