29 mayo 2007

Todo está bien si termina bien

El viernes parecía que sería un fin de semana aciago. Repentinamente mi carro se murió, al parecer de un corto circuito. Al tratar de encenderlo, como única respuesta algunas luces en el tablero se encendían erráticas y desconcertantes, como la política interior mexicana.

Mi presión arterial subió exponencialmente en las siguientes horas, diagnósticos incorrectos, negligencias propias y ajenas (las propias son las que dan más coraje), terminando con un gran fínale de Mr. Yo Mismo tratando de instalar una batería nueva en el auto, con llaves que nunca eran de la medida, tornillos con vocación de Houdini, un calor asfixiante y ganas de asfixiar con las manos a todos los mecánicos del mundo.

Pero en eso, un empleado del taller, notando que me comenzaba a poner verde y a romper la camisa al más puro estilo Hulk, se acercó, a pesar de estar en su hora de descanso. El tipo, un hindú joven con la pupila izquierda habitada por un fantasma blanquecino – transparente, con quince minutos de samaritanismo fue un antídoto contundente contra la dosis de bilis que acechaba el fin de semana.

Y el sábado, respondiendo a la invitación de VP, me encontré con ella (ambos en nuestras ropas domingueras) en un restaurante marroquí al sur de la ciudad: “La tienda del Sultán”. Ahí corroboré que no me vendría nada mal un califato. Cortinas, velos, cojines, lámparas...

De la comida, ni hablar, fue comida a cuatro tiempos, que más bien debieran haber sido anunciados como cuatro eras geológicas, dada la cantidad de platillos que trajeron, destacando las “costillas de res” que más bien parecía un cuarto de mamut, y estaban, ¡oh, hermanos!, para chuparse los dedos. Y a propósito, luego apareció una exponente de la danza del vientre, espectáculo muy edificante para observar mientras se lleva uno a la boca cuadritos de hojaldre rebosantes de miel y pistacho.

Se le agradece enormemente a VP el regalo y la larga caminata de sobremesa.

Toronto, Mayo 2007.

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